
Por Paco Guerrero
Se acaba el verano y aquí, en mi Madrid del alma, por fin caen las gotas renovadoras, que no sé por qué, me transportan a Lanzarote. Hace años que vuelvo a esa isla por estas fechas, pero no creo que sea por eso.
Sera porque me viene a la mente el Timanfaya capaz de crear geiseres del agua que se vierte en sus entrañas de fuego, Un volcán que revindica que está vivo, que sí creo la isla, también la puede cambiar a su antojo. Porque todo en Lanzarote es fútil y pasajero y nos recuerda que, si no se vive el momento, no se vive.
Es cierto que me atrae el Lanzarote plano que aún hambriento de agua, deja pasar las nubes, para recordarnos que de lo que el cielo promete, son pocas las cosas que cumple.
Me acuerdo del Lanzarote de los guiris con pulserita todo incluido, amantes de Baco y las voluptuosidades de la vida. Hay muchas formas de disfrutar y me gusta probar de todo.
De sus gentes, luchadoras y persistentes en domar un paisaje lunar, seco y despiadado al que se le arrancan sus frutos, terco en dar poco y exigir mucho.
Gentes que siempre han hecho de cenizas pan sin ser dioses verdaderos. El Lanzarote de playas negras y calas solitarias, de parajes esculpidos por las olas y de edenes a los que solo se llega desde el mar, porque si verdaderamente quieres conocer esa tierra tendrás que hacerte marinero y coquetear con el mar.
El Lanzarote hit, hope y a la última que se agolpa en el litoral, siempre cerca mar sin perderle de vista. Mi Lanzarote de tardes de compras y noches que se agotan al amanecer.
Y por último pienso en el Lanzarote del golf, el que te regala algún que otro día de esos de imaginar la trayectoria de la bola en su lucha con los vientos, golpes de apuntar dios sabe dónde y de alargar generosamente el palo. Esos días que se aman o se odian pero que a nadie dejan indiferente. Realmente a eso voy a Lanzarote, a jugar al golf y ahora recuerdo meter en la maleta mi gorra especial de sol y viento.